¿Cómo vivió María la resurrección de su Hijo?
RELIGIÓN (por Soledad Vairolatti). El Nuevo Testamento no nos dice nada al respecto. Nos presenta a María al pie de la cruz, y, después, en el Cenáculo, orando con los discípulos a la espera del Espíritu Santo (cf. Jn 19,25-27 y Hch 1,14).
La piedad ha intentado colmar este silencio. Algunos imaginan una bonita historia: Jesús resucitado se aparece a su madre. Pienso, sin embargo, que ese silencio de las Escrituras es más elocuente. Conviene escudriñarlo, pues habla poderosamente a quien sabe escucharlo. Como Elías que, en el susurro de la brisa suave, experimenta la Presencia del Invisible (cf. 1 Re 19,12-13).
Así como los evangelios nos hablan de Jesús a la luz de la Pascua, también los relatos en que aparece la madre del Señor tienen un innegable sabor pascual. Su misma figura refleja la luz que se desprende de la humanidad gloriosa del Resucitado. Ella es, sin más, la mujer de la Pascua: espera, ora y se abre a la acción sorprendente del Dios que vivifica y resucita. Camina la fe, transfigurada ya por la fuerza del Espíritu que resucitó a Jesús.
Hay un relato de San Lucas que deja entrever esa mística pascual que anima el camino de María: Jesús en el templo, el quinto misterio de gozo (cf. Lc 2,41-52).
Es casi un anticipo de Emaús. Aquí también la referencia es Jerusalén y la Pascua (Lc 2,41). José y María, como los dos peregrinos, están en camino. Encuentran a Jesús “al tercer día” (Lc 2,46). A los de Emaús, Jesús les dice que era necesario que se cumpliera el designio de Dios. Aquí, responde que es necesario ocuparse de las cosas del Padre (cf. Lc 2,49). En el Templo, sus padres no terminan de entender “lo que les decía” (Lc 2,50). Los de Emaús lentamente se abren a su misterio: la fracción del pan les abre los ojos (cf. Lc 24,31).
El relato del hallazgo de Jesús en el Templo concluye con una estupenda imagen: María “conservaba estas cosas en su corazón” (Lc 2,51). ¿Qué contempla María en su corazón de mujer, madre y creyente? A Jesús que está “creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2,52).
Así vive María la Pascua: con los ojos de la fe iluminados por el amor a su Hijo. El Resucitado está ante sus ojos, en todo el esplendor de la vida nueva que ha vencido la muerte y que ha transfigurado la humanidad que el Espíritu Santo comenzó a plasmar en ella. Ha resucitado su sangre y su misma carne. El Hijo de sus entrañas vive en la gloria de Dios. Lo había concebido por obra del Espíritu, dándolo a luz en la pobreza colmada de ternura de Belén. Ahora, por el poder vivificante del mismo Espíritu, Jesús resucita de la oscuridad de la tumba.
Todo en María habla de la resurrección porque todo, en ella, habla de la vida. Ella misma es signo viviente del triunfo de la vida sobre la muerte, de la gracia sobre el pecado, de la misericordia sobre el odio y la discordia. Es signo de la nueva humanidad que se abre camino, empujada por el Espíritu del Padre que resucitó a Jesús de la tumba.
En este Año Mariano Diocesano, miremos a la Purísima, dejémonos mirar por ella y tratemos de contagiarnos de su misma mirada. Busquemos a Jesús resucitado con los ojos y el corazón de María, su madre y su más perfecta discípula.
Sigamos caminando nuestra fe y celebrando la vida, con la alegría que nace de la Pascua de Jesucristo. Busquemos a Jesús con ansiedad: el Resucitado entremezcla su vida nueva con la vida de los pobres, los descartados y los más vulnerables. Seamos nosotros custodios y promotores de la vida, especialmente la más amenazada y herida.
Toda vida vale.