¿Se puede combatir contra la corrupción? La pregunta es demasiado simple, pero la respuesta no puede serlo.
SOCIEDAD. Combatir se puede siempre, desde luego. Combatir con efectividad es otra cosa.
La lucha contra la corrupción en un país puede resultar esencialmente diferente de la lucha contra la corrupción en otro. No se trata de diferencias de modalidades o de métodos. Todo eso es posible aprenderlo. Pero hay una distinción elemental, la primera que debemos hacer y sin la cual ninguna propuesta resulta realista: ¿La corrupción es la excepción o es la regla en un país?
Corrupción tienen todas las naciones. Sin embargo, hay diferencias de grado que cuando llegan a cierto punto se transforman en diferencias de naturaleza.
Cuando la corrupción está muy extendida en una nación, se modifican las mismas bases del poder y la propia corrupción cambia su significado. Deja entonces de ser una enfermedad aislada, clandestina, perseguida por las defensas del organismo social. Para entonces, ya no será el enemigo que ataca hoy aquí y mañana en otro lugar eludiendo a la ley y a la autoridad. Al llegar a cierto punto, se desequilibra la balanza y la corrupción pasa a ser el poder mismo, la autoridad y el objetivo primario de toda la estructura del Estado.
En una situación semejante, los perseguidos son los honestos y su honestidad es la que se ve obligada a refugiarse en la clandestinidad frente a un poder distorsionado que todo lo abarca y que no tolera diferencias.
En ciertos países, cuando un funcionario corrupto es descubierto, ese funcionario tiene un problema. En otros, cuando un funcionario corrupto es descubierto, el que lo descubrió tiene un problema.
Más tarde, ni siquiera será necesario denunciar a alguien para ser perseguido o marginado; será suficiente con ser honesto. La honestidad por sí misma se convierte en un dedo acusador, aunque no acuse. En una sociedad enferma, no pueden tolerarse «moscas blancas»; es necesario que todos se manchen para que nadie pueda denunciar o, simplemente, para no tener un punto más alto de comparación que ponga el mal a la luz.
La persecución no siempre es física y evidente; muchas veces es sutil pero cruel: negativa a dar trabajo, marginación en los escalafones administrativos o laborales, ensañamiento mediante las miles de normas rebuscadas con las que cuenta un sistema corrupto.
En un país donde la corrupción es la excepción, las leyes se hacen para ser cumplidas. En un país donde la corrupción es la regla, las leyes se hacen para que su cumplimiento sea imposible y así poder tarifar la excepción o bien aplicar la ley a quien molesta.
Si aceptamos este planteo, podremos ver fácilmente que el combate contra la corrupción no puede ser igual en un escenario que en otro. En un caso, la lucha consistirá en el diseño de herramientas preventivas y punitivas que los gobiernos aplicarán con mayor o menor grado de efectividad. En el siguiente contexto, se tratará primero de saber cómo hacer para que un gobierno adopte políticas contra la corrupción que van contra sus propios objetivos y, si esto se consiguiere, habrá que preguntarse cuánto valen esas herramientas en manos de los propios funcionarios corruptos. En este último supuesto, quienes quieren combatir la corrupción deben buscar alianzas externas al gobierno y a su propio país para tener algún grado de efectividad o, al menos, para sobrevivir. Cuando un cuerpo está muy enfermo, ya no basta con las defensas orgánicas sino que hace falta un tratamiento intenso con toda la tecnología con la que el mundo cuenta.
Así las cosas, la tan odiada globalización constituye un beneficio antes que un problema para los pueblos que sufren gobiernos corruptos. Desde que los capitales tienen la posibilidad de trasladarse de un país a otro con sólo pulsar una tecla de una computadora, los gobiernos corruptos han perdido la aptitud de extorsionar a las empresas o, al menos, a las grandes corporaciones. Antes bien, los gobiernos deben ofrecer cierta imagen de adecuación al orden internacional, incluyendo el respeto a los derechos humanos y la transparencia administrativa, si desean recibir capitales desde el exterior. Generalmente ocurre que sí desean recibirlos, porque el ahorro nacional está agotado por el costo de la corrupción y las empresas locales pierden capacidad competitiva cuando se acostumbran al «negocio fácil» con el gobierno.
Es en tal contexto -no nos engañemos- que se han firmado instrumentos valiosos como la Convención Interamericana Contra la Corrupción (Caracas, 1996) y la Convención para Combatir el Soborno de Funcionarios Públicos Extranjeros en las Transacciones Comerciales Transnacionales (París, 1997).
Si no se hubiese impuesto el libre comercio en el mundo, los gobiernos hubieran considerado como una injerencia inadmisible en sus asuntos internos cualquier intento de enfocar internacionalmente el problema de la corrupción.
Al mismo tiempo, el nuevo orden internacional ha promovido el resurgimiento de las organizaciones no gubernamentales, antes aplastadas por los Estados, muchas de las cuales paradójicamente luchan hoy contra la globalización.
Mientras los ciudadanos de un país votan cada cierta cantidad de años a sus autoridades, los inversores votan todos los días y a diversas horas en las bolsas del mundo.
De tal modo, el nuevo capitalismo global ha impuesto en el orden internacional un sistema de premios y castigos del cual muchos Estados carecen. Pero esto no resulta suficiente. Quizás a muchos funcionarios políticos les afectan las sanciones internacionales ante la posibilidad de perder el poder o fracasar evidente y estrepitosamente. Pero a quienes no tienen las más altas y directas responsabilidades no les interesa la suerte de su país porque se consideran bien cubiertos mediante la fortuna que fraudulentamente han obtenido.
Precisamente, para estas situaciones de hipercorrupción, intentaremos aquí proponer unas pocas herramientas que no siempre coincidirán con las que convencionalmente se adoptan para un país que cumple parámetros administrativos lógicos.
La primera herramienta que proponemos es un intento por salir democráticamente de la trampa que tienden a sus pueblos los partidos políticos corruptos mediante el sistema de listas sábanas.
En la mayoría de nuestros países, los ciudadanos no votamos al candidato a diputado de nuestro distrito sino a una larga lista de candidatos de un partido pertenecientes a un distrito mucho mayor. De tal modo, los corruptos se esconden en el anonimato y el partido los respalda detrás de la figura de algún candidato simpático que encabeza la nómina.
Si los ciudadanos observan que se han equivocado y que el partido que eligieron tiene muchos corruptos, votarán al partido opositor en el próximo turno. Después advertirán que ese partido tiene tantos legisladores corruptos como el anterior y la alternancia se repite hasta el infinito. Entretanto, los diputados de uno y otro partido se reúnen y festejan juntos la estafa.
En cambio, cuando los ciudadanos eligen un solo diputado por cada distrito y, en ese caso, se trata de distritos pequeños, el control está en manos del pueblo más que en el partido. Si el legislador se solidariza con su partido antes que con la gente de su distrito, sus vecinos no lo votarán más. Los partidos se ven entonces obligados a ir mejorando la reputación de sus candidatos en cada distrito, porque sus vecinos los conocen y observan cómo viven antes y después de haber sido elegidos.
Cuando en 1996, la Cámara de Representantes de los Estados Unidos impuso a Gingrich una multa de 300.000 dólares, esa multa fue votada por 396 votos contra 28. A la sazón, Gingrich era el presidente de la Cámara, el jefe del bloque Republicano y los republicanos eran mayoría en el cuerpo.
Ahora bien; no podemos esperar ingenuamente que los partidos políticos hagan una reforma que desfavorece a sus líderes, que les quita poder político y manejo centralizado de fondos de campaña y hasta de corrupción. Para conseguir esta reforma es necesaria una presión legítima y poderosa de los pueblos que no puede hacerse meramente en el curso de un seminario. Sería necesario formar una fuerte corriente de opinión internacional, un movimiento panamericano por la identidad política y la eliminación del anonimato de las listas sábanas. Un movimiento que comprometa a políticos que deseen esta solución, a periodistas, abogados, estudiantes, sindicatos y todos los sectores que quieran sumarse. Hoy, mediante Internet y medios como Probidad o Periodistas Contra la Corrupción, una meta así no parece imposible.
En segundo lugar, deberíamos aprovechar el mandato de la Convención Interamericana Contra la Corrupción para que los países establezcan sistemas abiertos para las declaraciones patrimoniales de los funcionarios. Hay países, como la Argentina, que ya adoptaron ese sistema y otros que todavía no lo hicieron. Sin embargo, sin participación ciudadana, los resultados son muy pobres.
El sistema de registros de declaraciones patrimoniales de los funcionarios da resultado cuando los ciudadanos consultan permanentemente las declaraciones y comparan lo que figura en ellas con la realidad que conocen de cerca. Eso expone a los funcionarios ante la vista de un vecino o de un conocido que señale a la autoridad una propiedad «olvidada» en la declaración.
Para los países de América latina, que no contamos con un F.B.I. para seguir los rastros de la corrupción, el control de los efectos del fraude, que es el enriquecimiento ilícito, sigue siendo una de las herramientas de mayor utilidad.
También hay hoy compañías de inteligencia multinacionales con aptitud para rastrear patrimonios ocultos en cualquier lugar del mundo y a las cuales las organizaciones de la sociedad civil podrían acudir a fin de localizar y recuperar el dinero robado a sus pueblos.
En tercer término, es necesario luchar por un sistema continental para la protección del denunciante. Los países se han comprometido a establecerlo, también en la Convención Interamericana Contra la Corrupción; pero la protección del Estado no resulta suficiente y, a veces -o la mayoría de las veces-, es como poner al zorro a cuidar el gallinero.
Por tal motivo, un sistema de protección del denunciante debería estar encuadrado en las políticas de derechos humanos de los organismos internacionales y contar con un área especial de la OEA para esos efectos. La OEA, por su lado, con la cooperación de la American University, del Government Accountability Project de los Estados Unidos y de la Fundación Ética Pública de la Argentina, ya ha generado una ley modelo para esos fines.
Tampoco en este terreno habría que descartar el trabajo de compañías de seguridad internacionales.
Por su lado, y en cuarto lugar, la competencia económica global se irá encargando de mejorar los sistemas de compras de los Estados para hacerlos más abiertos y transparentes y, en este sentido, contamos con un modelo propiciado por la Organización Mundial de Comercio.
Finalmente, está siempre presente la necesidad de una buena educación. Pero tampoco esto es fácil y, a veces, resulta la tarea más dificultosa.
Sabemos que debemos educar a nuestros hijos con los mejores valores al mismo tiempo que advertimos que, en nuestros países, esos valores los colocarán -al menos en el corto plazo- en una situación de desventaja y hasta de blanco de persecuciones.
Es por eso que educar para la honestidad no siempre resulta suficiente. La fortaleza de la honestidad está en una moral trascendente, en una disciplina de austeridad y en el espíritu de sacrificio, de modo de evitar que la integridad pueda sucumbir ante los embates de la corrupción.
Debemos revisar nuestros criterios para calificar a la gente, ser sinceros con nosotros mismos. ¿Valoramos a quienes han preferido el fracaso antes que el fraude o más bien rendimos culto al éxito sin preguntar de dónde viene?
La solidaridad de los grupos que piensan del mismo modo, de quienes ya afortunadamente han dejado atrás las ideologías y conforman «el partido de los honestos» puede contribuir a fortalecer a quienes se sienten solos por no haberse sumado a la fiesta de la corrupción.
En la expansión de esos valores, no declamados desde una tribuna sino exhibidos en el testimonio personal, está la esperanza de nuestros pueblos. ¿Llegaremos a tiempo?
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Carlos Manfroni es abogado, graduado en la Universidad de Buenos Aires en 1979. Ex miembro del grupo de trabajo que redactó, en la Organización de los Estados Americanos, el proyecto de la Convención Interamericana Contra la Corrupción. Presidente de la Fundación Ética Pública, en la República Argentina. Consultor en temas de Derecho Público y políticas institucionales para organismos gubernamentales e instituciones privadas. Consultor internacional de la OEA para la aplicación de la Convención Interamericana Contra la Corrupción en Panamá, Nicaragua y Guatemala. Director del sitio web «Políticas Mundiales», un centro de datos y documentos sobre Derecho y Política Internacional: www.worldpolicies.com. Miembro Honorario de la Academia Interamericana de Derecho Internacional y Comparado de Lima. Autor de los libros: «La Convención Interamericana Contra la Corrupción – Anotada y Comentada», escrito con la participación de Richard Werksman (Asesor Principal del Departamento de Estado de los Estados Unidos en Programas Internacionales Contra la Corrupción) y publicado en 1997; «Soborno Transnacional», publicado en 1998, y «Control Político en el Capitalismo Global», publicado en 1999. Las tres obras recibieron, en 1998, 1999 y 2000, respectivamente, el Primer Premio al Libro Jurídico, máxima distinción que otorga la Interamerican Bar Association a libros del Continente. Organizador y coordinador del programa «Ética y Negocios», que desarrolla asociado con el Instituto para el Desarrollo Empresarial de la Argentina (IDEA), desde donde impulsa la adopción y difusión de mejores prácticas en las empresas comerciales. Fue el único invitado de la Argentina a la Primera Conferencia Mundial de Ética en el Gobierno, organizada por la Oficina de Ética Gubernamental de los Estados Unidos y la Agencia Informativa y Cultural de los Estados Unidos, en Washington D.C., noviembre de 1994. Ha organizado y dado cursos, conferencias, seminarios y talleres en la mayor parte de los países del continente, por iniciativa de los respectivos gobiernos, instituciones civiles, cámaras empresariales y la OEA. En la Argentina, impulsó la creación de un sistema para la declaración patrimonial abierta de los funcionarios públicos y cooperó después en la redacción del código de ética y los mecanismos jurídicos para dar cumplimiento a las Medidas Preventivas de la Convención Interamericana Contra la Corrupción. Fue consultor privado de la Oficina Nacional de Ética Pública, durante la anterior gestión gubernamental en la Argentina, y fue consultor privado de la Oficina Anticorrupción, con la actual administración; en ambos casos, para el desarrollo de sistemas de normas.