- Cuesta mucho después quitarse ciertos patrones de conducta y no transmitirlos a los hijos
VIDA COTIDIANA. En mi familia de origen nos relacionábamos en torno a sobrenombres, comentarios burlescos y falta de respeto entre nosotros mismos y hacia los demás. La mentira y las apariencias se encontraban también muy arraigados; y yo crecí repitiendo esos patrones en mis relaciones personales. Afortunadamente, mi esposa evito que los trasladara al interior de mi matrimonio.
Cuando soltero, al saludar a alguien erguía el cuerpo, sonreía pletórico, bromeaba y palmeaba desempeñando el papel de un desenfadado triunfador. Lo hacía cubriendo de sarcasmos e ironías burlonas a quien consideraba inferior, y en caso contrario, adulaba exagerando la nota. En las reuniones sociales era muy impertinente, lo mismo presumía exagerando, que adoptaba lo de una persona con mucho sentido del humor; hablaba muy bien de algún presente y mal o jocosamente de alguien ausente.
Llegué a murmurar de amigos, de lo que consideraba sus defectos, de confidencias que me habían compartido, sus opiniones, etc. Se enteraron y apenaron muchísimo generándose en ellos una gran decepción y desconfianza.
Luego, cuando consideraba que era lo políticamente correcto, me esforzaba por adecuar mis opiniones y criterios a lo que suponía que a los otros les gustaría oír, aumentando de esa forma la diferencia entre: el cómo me veía a mí mismo, cómo creía que me veían los demás y cómo me veían realmente.
No había coincidencia, porque al no haber veracidad en mí no lograba tenerla hacia los demás, y en el cómo me veía a mí mismo no me podía engañar, era un infeliz.
En el fondo de mi ser había un sentimientos de vergüenza, de deseos de gritar y descansar del no ser autentico, de no ser capaz de manifestar mi verdad de modo total sin retocar o atenuar nada, sin ningún tipo de arreglo más o menos truculento.
Sentía mi corazón con mil cerrojos.
Conocí entonces a quien sería mi esposa, y acostumbrado a los caminos falsos en busca de autoestima, la corteje tratando de imponerle un falso yo idealizado y… me rechazó. Me trague mi orgullo y le pedí entonces ser su amigo, porque reconocía y me atraía en ella una autenticidad por la que comportándose con sencillez, era capaz de compartir mostrándose tal cual.
Me presento a su familia en la que con cierta incredulidad, fui descubriendo un mundo de relaciones familiares muy distinto a lo que había sido mi experiencia, pues se convivía en un ambiente de respeto. No existían burlas ni sobrenombres, se corregían, se pedían disculpas, y los padres cuidaban con esmero la imagen y la unidad que entre si tenían los hermanos sobre sus naturales conflictos. Entre todos lograban de un modo u otro que prevaleciera una paz y una alegría que no dejaba de sorprenderme.
Aun así, un tiempo espere a que en algún momento apareciera el arrebato, la ofensa, la burla o el desprecio, como en aquellos conflictos que en mi familia socavaron tanto nuestra personalidad, dejando largas secuelas o daños profundos que en los hermanos provocaron fracasos y una gran inmadurez… Comprendí poco a poco que tenía una muy baja autoestima, cierto resentimiento e inadaptación social y… de donde provenían.
También empecé a comprender que podía cambiar mi conducta, aprendiendo de los demás y pidiendo ayuda. Luego, con cierta esperanza insistí en el noviazgo y fui aceptado.
Fue cuando por primera vez pude palpar un cariño real que hizo crecer aún más el deseo de dignificarme, y pensé: eso significa que hay algo en mí que le atrae, algo que es digno de ser amado. Algo que no coincidía con la forma en que me veía a mí mismo, ni a la forma como esperaba que me vieran los demás; y quise crecer en ese algo para merecerla.
Me di cuenta de que hasta entonces había vivido con un sentimiento de no tener nada, y de sentirme perdido, descubrí de pronto que no es así para quien descubre el amor, porque gracias a él se puede recuperar uno mismo para darse del todo. Que se puede recuperar el verdadero yo entregándolo a un tú, haciendo desaparecer la mentira de nuestra vida.
Con todo, estoy muy consciente de que debo esforzarme en auto educarme en los valores recomenzando cada día, con la responsabilidad de no trasmitir a mis hijos patrones de conducta equivocados. Ciertamente no soy aun todo lo congruente que quisiera, pero lucho sin excusas, consciente de que la responsabilidad de mis actos me corresponde solo a mí para lograr la mayor de las realizaciones a que puedo aspirar: formar una familia.
Una familia que sea real y verdaderamente una comunidad de vida y amor.
Redactado por Orfa Astorga de Lira. Máster en matrimonio y familia, Universidad de Navarra.