Es difícil, para quien ha crecido en un hogar exigente y competitivo, aceptar ser amado gratuitamente y no «por lo que vale»
—Mi amor dejas tu café y tu panecillo. Me dijo mi esposa con tono cariñoso.
—No tengo ya tiempo, se me hizo tarde. Fue mi seca respuesta. En realidad sí tenía tiempo, pero consideraba estar disgustado porque no se me había servido en tiempo y forma, por lo que lo despreciaba.
Me consideraba un individuo profesionalmente exitoso a base de mucho esfuerzo, con la dignidad y el derecho a ser tratado con toda deferencia en razón de lo que hacía, tenia, sabia; y era capaz de desplantes, groserías, abusos, en una arrogancia que mi esposa pacientemente sobrellevó.
Sin embargo, había comenzado en mí un incipiente proceso de madurez al darme cuenta de que el amor de mi esposa era auténticamente desinteresado. Que veía en mí algo más que mis cacareados logros. Un algo por lo que yo era digno de ser amado con obras de abnegación y sacrificio; un amor en el que respetándome, esperaba que yo a mi vez le entregara el mío, con plena libertad, cada vez más.
Eso, finalmente aligero mi espíritu venciendo mi resistencia a aceptarme desde la perspectiva de mis defectos y limitaciones, para ir adquiriendo en cambio, la consciencia de una profunda dignidad. Fue así como pude reconocer y empezar a vencer un falso orgullo que me domino durante una buena parte mi vida… y progresar en el amor.
Me tomo un tiempo, pues eran muchas las ideas erróneas arraigadas en mi forma de ser y pensar, pero el amor obra milagros y mi conversión se fue dando.
Ahora entiendo que todos nacemos con una herencia genética a la que se habrá de sumar una educación familiar, así como las influencias del medio; pero que estos factores no determinan en ultima instancia el destino del hombre, pues esto último lo hace a través de su libertad.
Y que el mejor uso que se puede hacer de la libertad es entregarla por amor.
Comprendí que mis padres, consciente o inconscientemente me hicieron sentir que la condición de contar con su amor era lograr éxitos académicos, deportivos, ser competitivo; en ganar y sostener una beca, etc. exigiéndome mucho estudio, mucho trabajo, mucho afán de superación como valores absolutos a los que había que supeditar todo lo demás. Desarrolle así una personalidad por la que me desesperaba reconocer defectos y limitaciones, en un afán de perfeccionismo a través del cual buscaba erróneamente la aceptación de los demás, ubicándolos en un plano inferior. Con esta actitud, anteponía un falso yo a una sana aceptación de mí mismo, lo que me hizo un daño tal, que alguna vez me vi a las orillas de la depresión y el consumos de las drogas, a Dios gracias no sucedió.
Era yo un mortal más con defectos y limitaciones, pero, o no las admitía o perdía la paz al intentarlo.
Un día, me comprometí para correr en un maratón; me prepare duro con el siempre afán de competir superando a otros, y… llegue en el último lugar.
Ignorado por un público, lejos de los aplausos y agotadísimo, recibí el incomparable trofeo de los abrazos, felicitaciones entusiastas de mi esposa y de mis hijos que corrieron a abrazarme vitoreando mi gran esfuerzo, pues no era un atleta natural. Me reconocieron como su campeón, confirmando lo que empezaba a ser mi convicción… me amaban solo por ser quien era y daban el justo valor a mis esfuerzos, a mi valía personal, al margen del resultado.
Yo, que orgulloso consideraba no necesitar de los demás y daba solo para sentirme importante, empecé a reconocer, que el amor requiere además de generosidad y desinterés en el dar y en el darse, también de la humildad a la hora de recibir los dones de los demás.
Ahora admito con un positivo orgullo todo lo que me ha dado la vida y lo que a ello ha contribuido mí esfuerzo y el de toda mi familia. He abandonado la actitud de compárame con los demás, así como la aspiración al puesto de primer ministro en el seno del hogar y en mi trabajo. También a no dar tanta importancia a mi imagen, ni a las opiniones ajenas, sobre todo soy capaz de obtener gratificación por el esfuerzo hecho, más que lo logrado.
La falsa autoestima que lleva a ignorar defectos y limitaciones, así como el falso orgullo resultado de compararse buscando solo ser superior, son defectos que se pueden trasmitir en la educación de los hijos, por ello me esfuerzo en que los míos sepan que su madre y yo los amamos tal cual son y no por sus atributos, lo que sepan o consigan realizar. Así he visto a uno de mis hijos estudiar mucho en una materia que no se le da, para pasar con un maravilloso “panzazo” recibiendo de mí y de su madre un diez en actitud, con el mensaje de que se le ama sin mayores condiciones que las que le sirvan para afirmar su identidad a través del personal esfuerzo y a la libre respuesta a una vocación.
Mi lección de vida es que la cuestión fundamental en la educación de nuestros hijos es hacerles ver que el cariño que reciben no depende de cómo se ajusten a nuestros gustos, en enseñarles a obrar libremente y por una razón de amor, no porque necesiten granjearse el aprecio ajeno y menos el de sus padres.
Lo contrario es un chantaje afectivo que terminara haciéndoles mucho daño, pues si las tareas tan nobles como las destrezas laborales, deportivas, de iniciativa, no están en principio orientadas hacia el amor, acabaran al servicio del orgullo, para seguir insatisfechos toda su vida al margen de los triunfos que puedan cosechar.
Sobre todo el mayor daño es que no sabrán crecer en el amor.
Por Orfa Astorga de Lira. Máster en matrimonio y familia, Universidad de Navarra.